
Nubes sobre La Habana

Desde que subimos al avión en la Ciudad de México nuestro compañero de asiento nos vio con un poco de recelo. Las hostilidades disminuyeron cuando entre nuestras cosas sacamos el libro Agua por todas partes de Leonardo Padura. El que antes con desconfiados ojos azules escuchaba los planes sobre cómo ubicar nuestro hostal, las rutas más sencillas para movernos al recinto ferial transformó el gruñido que nos dirigió a manera de saludo en frases cortas que se volvieron conversación. «Soy Vladimir», dijo con voz ronca. Al oír cómo se llamaba y superado el cliché del nombre ruso comenzamos a escuchar lo que decía sin poner mucha atención hasta que con mucha convicción Vladimir expuso que no había manera de expresarse en la devastación económica y moral que había dejado el Periodo Especial, pero que eso no significaba que la juventud cubana debía ser ingrata, apática o dejarse caer en premeditado desconocimiento histórico para encontrar sus propias respuestas. Él pensaba que La Revolución tenía que servir para algo, para ellos. Vladimir no se veía ni joven ni viejo, cuando preguntamos su edad, sus rasgos de caucásica hispanidad fueron más notorios, las arrugas alrededor de sus ojos azules se hicieron más profundas y se apresuró a decir que seguramente era de la generación de nuestros padres. El vuelo terminó, nos despedimos mientras esperábamos las maletas, aunque le repetí mi nombre, pero lo único que registró fue mi lugar de nacimiento y antes de abandonar la terminal gritó: «Chiapas, esta es otra Cuba, ni mejor ni peor, sigue desnuda y reflexiva en el dolor que supone vivir». La Habana nos recibió nublada, con rastros cobrizos en un cielo gris amenazando lluvia. Caminamos por el Paseo del Prado hacía el parte central a tomar la guagua para llegar a la zona del Morro donde está la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña. Desde ahí sentimos el ambiente de feria, los lectores llenaron el transporte, perdimos el espacio vital entre nosotros, no es posible desperdiciar tiempo, la siguiente guagua quizá tarde una eternidad. La Feria Internacional del Libro de Cuba es una fiesta que cumple 29 años, esta vez el verso se adueñó de la experiencia y los lectores viven intensas jornadas de poesía, incluidos los homenajes a Eliseo Diego, cuya obra además de poesía toma la feria para estar más cerca de su ensayo, narrativa y traducción. Seguimos caminando por los amplios pasillos del fuerte, vamos sobre los pasos de la historia y con rumbo a la Sala Nicolás Guillén para ser testigos de la entrega del Premio Nacional de Literatura 2019 a Lina de Feria, una escritora cuya expresión transita del verso a la prosa reflexiva. Desde muy pequeña la poeta eligió «el arte de la lengua» como suyo. Nacer y vivir en Cuba determinó las palabras en su poética. La autora se emociona y sus ojos brillan, recibir ese premio en Cuba es lo trascendental, recibir amor en su tierra, rodeada de amigos, lectores e invitados aquí y ahora. Los últimos rastros del atardecer caen sobre nosotros cuando pasamos por la zona dedicada a Vietnam, el país invitado de honor. Martí fue el primer interesado en el universo único y diverso del país de los anamitas como él les llamaba. La nación de lotos, selvas y arrozales despliega frente a los asistentes a la feria escritos primigenios, literatura contemporánea, artes, cultura, y música que nos deja asomarnos a su filosofía de vida, a su lugar en el mundo. Caminamos rumbo a la salida del Fuerte, los claustros y las salas van cerrando, cientos de personas nos indican el camino hacia el transporte que nos llevará al centro de La Habana. El cielo oscurece, traemos muchos libros y el fragmento de un poema de Eliseo Diego en la memoria: …un poema no es más que la felicidad, que una conversación en la penumbra, que todo cuanto se ha ido, y ya es silencio.